martes, 20 de abril de 2010

El cumplimiento de la ley de Dios por amor

Hay dos maneras distintas de cumplir la ley de Dios: en plan de mercenario, como los siervos, o por puro amor, como los hijos. El primero aspira a la recompensa prometida a los que cumplen la ley y a evitar el castigo que amenaza a los que la infringen; el segundo quiere, por encima de todo, complacer a Dios, aunque no hubiera cielo que esperar ni infierno que temer. Esta segunda forma es una manifestación espléndida del amor efectivo hacia Dios.

Escuchemos a un celebrado autor explicando admirablemente las delicadezas de este amor:

“El amor debe producir fidelidad en la acción. Fidelidad generosa y constante a todo lo que sea la voluntad de Dios; fidelidad hasta en las cosas más pequeñas, viendo en ella, no su pequeñez en sí mismas, lo cual es propio de espíritus mezquinos, sino esa otra gran cosa que es la voluntad de Dios, que debemos respetar con grandeza aun en las cosas pequeñas. En este sentido dice San Agustín: “Las cosas pequeñas son pequeñas, pero ser fiel a lo pequeño es cosa muy grande”.

Así, en los detalles, que a veces son muy gravosos, de las leyes de disciplina o de rúbricas, el sacerdote reconoce, ama y respeta esa cosa grande y santa que es la voluntad de Dios. Así también, en las prescripciones asaz minuciosas de su regla, el religioso sabe ver y respetar esta voluntad siempre grande, siempre infinita, hasta en los más ínfimos detalles. Nuestro Señor está todo entero, tan grande, tan vivo, tan adorable, en una hostia pequeña como en una grande, lo mismo en la más pequeña partícula como en la hostia entera, y con la misma adoración recojo las partículas que una hostia grande. Una cosa parecida sucede con la voluntad de Dios; las más insignificantes prescripciones de mi regla la contienen toda entera, y en ellas la adoro y la acato con la misma devoción que en las cosas grandes; no dejo perder partícula alguna de este bien sagrado.

Y así como en la comunión, por pequeña que sea la hostia, me engrandezco por mi contacto con Dios nuestro Señor, así también en la fidelidad al deber, por pequeñas que sean las observancias a que me someto, siento que mi alma se ensancha y se dilata por mi contacto con Dios. ¡Es cosa tan grande llegarse a Dios...! Y esto es lo único que busco en mi fidelidad a las cosas pequeñas: establecer entre yo y Dios un contacto más perfecto, más continuo, más absoluto, de tal manera que al fin no haya punto alguno que de El me aparte.

No es, pues, la fidelidad a la prescripción o a la práctica por sí misma la que me atrae, no; esto sería una mezquindad. Es la fidelidad a la prescripción y a la práctica para el contacto divino, y esto es infinito. Así se explica la anchura, el desahogo y la libertad que vemos en el alma de los santos: los veo fieles a todo y, al mismo tiempo, libres en todo; se siente que no están apegados más que a Dios solamente y que su alma nada quiere que no sea El; son exactos en todo, pero con esa actitud viva, flexible, generosa, que se acomoda a todas las necesidades; no conocen la rigidez farisaica, las escrupulosas minuciosidades ni las inquietudes meticulosas.

Cuando yo comprenda como ellos que mi fin no es ajustarme a la prescripción, sino ajustarme a Dios por la prescripción, encontraré también, como ellos, esta anchura en la exactitud, esa facilidad en ser fiel, esa grandeza en la pequeñez; como ellos también, no me sentiré prisionero, sino libre; no me ahogaré, sino que me ensancharé hasta en los detalles más insignificantes, en apariencia, de las reglas que tenga que observar: “Corrí gozoso por el camino de tus mandamientos cuando ensanchaste mi corazón” (Ps. 118, 32).

Tissot, La vida interior simplificada p.2.ª l.I. c.5 n.25-26.


Tomado a su vez del libro: Teología de la Caridad, edit. BAC, autor Antonio Royo Marín.

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